Por Felipe Puerta
Hay algo precioso que está ocurriendo últimamente con las adaptaciones: dejaron de ser el “hermano menor” de los libros y pasaron a convertirse en puentes. Antes decíamos que las películas arruinaban las novelas; ahora, cada vez más, siento que las honran. No porque sean copias fieles (no lo necesitan) sino porque abren caminos nuevos para llegar a la misma raíz.
Y eso me parece hermoso, sobre todo hoy, cuando parece cada vez más difícil invitar a las personas a leer, cuando la atención se fragmenta, cuando los libros quedan relegados en medio de tantas voces. Estas películas, en cambio, hacen algo milagroso: despiertan curiosidad. Hacen que quienes jamás se sintieron llamados por una historia vayan a buscar el texto original. Les tienden la mano hacia la fuente. Y ver ese gesto (ese volver al libro) me conmueve profundamente.
La versión de Frankenstein de Guillermo del Toro es un ejemplo perfecto de ello. Él entiende que la historia nunca fue sobre desafiar a la muerte. La obsesión de Víctor no nace del deseo de vencer lo inevitable, sino de un duelo que no sabe cómo nombrarse. Intenta llenar un hueco con vida prestada, y en ese acto se le olvida lo esencial: que ninguna creación puede sostenerse sin ternura.
Es extraño, casi poético, que quien termina aprendiendo a sentir sea precisamente la criatura que nunca pidió existir. Él es el que observa, el que escucha, el que intenta acercarse aunque el mundo lo rechace. Y es ahí donde Del Toro hace algo prodigioso: toma el horror y lo vuelve vulnerabilidad; toma el miedo y lo convierte en un reflejo incómodo.
Porque Shelley no escribió un monstruo, escribió una herida. Un retrato de lo que ocurre cuando quien debería protegerte se convierte en tu primera forma de abandono. Lo más perturbador de la historia no es la criatura: es el creador que no sabe ser responsable, el mundo que no sabe mirar sin juzgar, la sociedad que teme lo que no entiende.
Por eso esta adaptación resuena tanto hoy. Nos mira desde la pantalla, pero habla de todos nosotros: de cómo tratamos lo distinto, de cómo fallamos en el cuidado, de cómo le ponemos la etiqueta de “monstruo” a aquello que simplemente tiene miedo.
Y quizá lo más bello de todo es que, después de verla, mucha gente sale del cine queriendo leer a Mary Shelley. Buscan el libro, se sumergen en su oscuridad luminosa, descubren a una autora que escribió con una lucidez feroz a los 18 años. Qué gesto más valioso: que una película moderna reactive el pulso de un clásico, que una adaptación acerque a nuevos lectores, que una historia vieja vuelva a nacer en manos distintas.
Al final, eso es lo que mantiene viva a la literatura: que alguien, en algún rincón, vuelva a sentir ganas de leer.
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Sobre el autor
Felipe Puerta
Fundador y director del medio digital Cementerio de libros.
Ad ganga med bok I maganum.
"No eres lo que escribes, eres lo que lees".