Por Felipe Puerta
“No te escribí, pero te escribí” es la primera frase que me resuena en la mente después de cerrar “Ya nadie escribe cartas” de Jang Eun-jin.
Hay libros que se leen con los ojos, otros con la mente, pero este se lee con el alma. Desde la primera página, su autora nos tiende una carta abierta al silencio, al viaje, a la ternura. Nos invita a acompañar a un hombre sin nombre y a su perro guía ciego, Wajo, por moteles, estaciones de tren y paisajes que se transforman con la misma fugacidad que las personas que encuentran en el camino.
Pero no es un viaje hacia ningún lugar concreto. Es una travesía hacia adentro, hacia ese territorio íntimo donde habitan la soledad, la memoria y las palabras que nunca llegamos a enviar. “Ya nadie escribe cartas” no se lee: se escucha, se siente, se respira. Porque cuando el ruido del mundo se apaga, lo que queda es la voz más pura de todas: la que nos habla desde adentro.
En tiempos donde los mensajes llegan en segundos y se olvidan en minutos, escribir una carta parece un acto de resistencia. Enviar palabras que tardan, que exigen pausa, que piden espera, es un gesto profundamente humano. “Ya nadie escribe cartas” no solo rescata esa lentitud; la convierte en una forma de existir. El protagonista escribe una carta cada día, a alguien que conoció brevemente, a una historia que lo tocó. Pero nadie responde. Y sin embargo, continúa escribiendo. Porque escribir, como amar, no siempre necesita respuesta: a veces basta con el gesto de tender la mano.
El libro plantea una paradoja hermosa y dolorosa: todos estamos solos, pero esa soledad es compartida. Cada carta que el protagonista escribe es una pequeña confesión, un puente invisible entre él y los demás. Como dice una de las frases más memorables:
“Creo que cuando uno intercambia cartas debe compartir al menos un secreto. Si los diarios son un crimen individual, las cartas son cómplices.”
Esa complicidad es el corazón de la novela. Las cartas son la huella de un encuentro, la prueba de que dos soledades pueden tocarse, aunque sea por un instante. En la historia, los vínculos no se sostienen en la permanencia, sino en la intensidad del momento: una conversación, una mirada, un gesto. Como en la vida misma, la conexión no siempre deja respuesta, pero deja rastro.
La autora logra retratar la soledad no como una condena, sino como una condición que nos permite escuchar lo que tenemos dentro. Día a día pasamos evitando la soledad pero ignoramos que cuando los de afuera callan, los de adentro hablan.” En ese sentido, este libro es una invitación a escuchar lo que callamos.
El viaje del narrador en Ya nadie escribe cartas no es solo geográfico; es un recorrido emocional y existencial. Acompañado de Wajo, el perro ciego al que él mismo termina guiando, descubre que moverse no siempre significa escapar. Hay algo profundamente poético en esa inversión de roles: el guía guiado, la ceguera que ilumina. Wajo no ve el mundo con los ojos, pero lo siente, lo huele, lo habita con una confianza que su dueño ha perdido, y esa confianza se convierte en un faro silencioso que guía también al lector.
En medio de tanta palabra escrita, hay una compañía que no necesita letras: Wajo, el perro ciego, es más que un acompañante; es un maestro de la presencia, un vínculo que sostiene la existencia sin reclamar nada a cambio. Nos recuerda que los animales no solo caminan a nuestro lado, sino que muchas veces nos enseñan a mirar cuando hemos olvidado cómo hacerlo.
Aunque Wajo no percibe los paisajes como los veríamos nosotros, los experimenta de manera más profunda, sensorial y viva. Su mundo es uno de olores, texturas y sonidos, y en esa percepción intensa habita una lección de empatía sin lenguaje: un amor que no exige, que acompaña. Cuidar de él no es solo protegerlo; es cuidar de uno mismo. En ese intercambio silencioso, entre pasos y confidencias que no necesitan palabras, se construye una relación de ternura y reciprocidad que conmueve y que, al mismo tiempo, invita a valorar todas las formas de compañía que sostienen nuestra vida.
El libro convierte el viaje en una metáfora del vivir: moverse para no morir, escribir para no desaparecer.
Lo más sorprendente es cómo una historia donde “no pasa mucho” logra hacerte sentir tanto. “Ya nadie escribe cartas” no necesita giros espectaculares para conmover: basta con mostrar cómo una vida aparentemente vacía puede estar llena de significado.
Hay novelas que te entretienen, y otras que te acompañan. Esta pertenece a las segundas. Es un libro que se queda contigo, que te mira incluso después de cerrar la última página. Las últimas veinte páginas (quienes las han leído lo saben) son un golpe suave, pero certero: te dejan sin suelo, con lágrimas y con un extraño consuelo.
A medida que uno avanza, comprende que el libro no trata solo de escribir cartas, sino de lo que significa escribirle al mundo. Cada carta no enviada o no respondida es una declaración de presencia: “estuve aquí”. En un tiempo donde todo es efímero, el acto de escribir se vuelve una manera de existir.
Quizás eso explique por qué tantos lectores terminan llorando. No solo por el destino del protagonista, sino por el espejo que el libro pone delante: la necesidad de conexión, la ternura de un gesto simple, la belleza de lo que no se dice. En un mundo hiperconectado, esta historia nos recuerda que comunicación no es lo mismo que vínculo, y que una carta puede decir más que mil notificaciones.
Leer este libro es como recibir una carta inesperada: llega sin avisar, te abre el pecho y te deja pensando en las personas que fueron, en las que están, y en aquellas a las que nunca escribiste, pero quisiste escribirles.
“Ya nadie escribe cartas” es un libro sobre la escritura, la soledad y la necesidad de los otros. Pero sobre todo, es un libro sobre la vida como un viaje donde cada encuentro, por breve que sea, deja una marca.
No importa si alguien responde o no a nuestras cartas; lo que importa es haberlas escrito. Porque al hacerlo, afirmamos que existimos, que sentimos, que necesitamos del otro para entendernos a nosotros mismos.
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Sobre el autor
Felipe Puerta
Fundador y director del medio digital Cementerio de libros.
Ad ganga med bok I maganum.
"No eres lo que escribes, eres lo que lees".